Los intelectuales no tienen por qué ser plañideras amargadas.
Para lo que menos debería estar un intelectual es para contentar a su auditorio: lo realmente decisivo es suscitar perplejidad, mostrar su rechazo e incluso ser antipático.
Una de las tareas del intelectual consiste en el esfuerzo por romper los estereotipos y las categorías reduccionistas que tan claramente limitan el pensamiento y la comunicación humanos.
La universalidad implica el riesgo de traspasar las cómodas certezas que nos ofrecen el entorno inmediato en que nos movemos, la lengua que hablamos y la propia nacionalidad, las cuales a menudo nos sirven de escudo frente a la realidad de los otros.
Personalmente, siempre he pensado que Lyotard y sus seguidores no hacen otra cosa que reconocer su propia incapacidad y pereza, e incluso, tal vez también su indiferencia, sin evaluar de forma adecuada el abanico verdaderamente amplio de oportunidades que, a pesar del posmodernismo, están al alcance del intelectual.
En los intelectuales que no tienen prebendas que proteger ni territorio que consolidar o conservar hay algo fundamentalmente perturbador; de ahí que en ellos la autoironía abunde más que la pomposidad, la franqueza más que los rodeos y los titubeos. No se debe pasar por alto, en todo caso, la ineludible realidad de que tales representaciones no van a hacer que los intelectuales ganen amigos en las altas instancias no honores oficiales. Sin duda, la condición de estos intelectuales es la soledad, aunque siempre será preferible este destino a dejar gregariamente que las cosas sigan su curso habitual.
En primer lugar está, naturalmente, la idea de que todos los intelectuales representan algo para sus audiencias, y al hacerlo así se representan a sí mismo ante sí mismos.Tanto si es usted un profesor de universidad, un ensayista bohemio o un consultor del Ministerio de Defensa, actúa usted de acuerdo con una idea o representación que usted tiene de sí mismo al hacer eso que hace: ¿Piensa de sí mismo que está ofreciendo una orientación ?objetiva? a cambio de dinero? ¿O tal vez cree usted que lo que enseña a sus alumnos tiene el valor de la verdad? ¿O acaso se tiene a sí mismo por una personalidad que aboga por una perspectiva excéntrica pero coherente?
Los auténticos intelectuales constituyen un cenáculo ?una ?clerecía?- de criaturas sumamente raras de hecho, porque se atienen a pautas de verdad y justicia eternas que no son precisamente de este mundo. De ahí que Benda los designe con un término religioso: clérigos. Estos se distinguen por su estado y comportamiento, que Benda contrapone siempre a los laicos, seres humanos ordinarios que se muestran interesados en las ventajas materiales, en el beneficio personal y, si es posible, en una estrecha relación con los poderes seculares. Los auténticos intelectuales, afirma Benda, son ?aquellos cuya actividad no está esencialmente guiada por objetivos prácticos, todos aquellos que ponen su gozo en la práctica de un arte, una ciencia o la especulación metafísica, o dicho más brevemente, en la posesión de ventajas no materiales, y, consiguientemente, en cierto modo parecen decirnos: ?Mi reino no es de este mundo?.
Edward W. Said
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