Quisiera entregarles hoy a ustedes una publicación acerca de un hombre singular, con una originalidad tan poderosa y decidida que se basta a sí misma sin buscar aprobación. Ninguno de sus dibujos está firmado, si uno llama firma a esas pocas letras, fáciles de falsificar, en la cuales aparece un nombre, y en las cuales muchos otros se adhieren fastuosamente, con el fondo de sus mucho más despreocupados bosquejos. Pero todos sus trabajos están firmados con su resplandeciente alma, y los aficionados, que los han visto y apreciado, lo reconocerán fácilmente a través de la descripción que quiero, de algún modo, llevar a cabo. Largamente enamorado de las multitudes y el anonimato, M.C.G adopta la originalidad hasta convertirla en modestia. M. Thakeray, quien, como sabemos, es muy curioso acerca de las cosas del arte, y realiza él mismo las ilustraciones de sus novelas, habló un día sobre M.C.G. en un pequeño diario de Londres. Éste [M.C.G.] se fastidió sintiéndolo como un insulto a su decencia.
Aunque recientemente, cuando advirtió que yo me proponía realizar una apreciación de su espíritu y su talento, me exhortó, de modo imperioso, a que suprimiera su nombre y no hablara de su obra sino de manera anónima. Humildemente, voy a respetar ese extraño deseo. Pretenderemos creer entonces, el lector y yo, que M.G no existe, y nos ocuparemos de sus dibujos y acuarelas, por las que él profesa un desprecio de patricio, como si fuéramos científicos dispuestos a examinar vastos documentos históricos, provistos por el azar, y cuyo autor debe permanecer eternamente desconocido. Asimismo, para dar plena confianza a mi conciencia, supondremos que todo aquello que diga sobre su naturaleza, tan curiosa y misteriosamente resplandeciente, está más o menos sugerido por los trabajos en cuestión; pura hipótesis poética, conjetura, trabajo de la imaginación.
M.G es viejo. Jean-Jaques comenzó a escribir, según ha señalado alguien, a los cuarenta y dos años. Fue quizás hacia esta edad donde M.G., obsesionado por todas las imágenes que ocupaban su cerebro, tuvo la audacia de arrojar sobre una hoja en blanco la tinta y los colores. A decir verdad, dibujaba como un bárbaro, como un niño, se enfadaba contra la torpeza de sus dedos y la desobediencia de sus herramientas. He visto un gran número de estos embadurnamientos, estas manchas primitivas, y yo aseguro que la mayoría de las personas que se conocen entre sí o pretenden conocer a todas las que les resulte posible, sin deshonor, no han sido capaces de advertir el genio latente que habitaba en esos sombríos bosquejos. Hoy, M.G., quien halló, por sí mismo, todos los pequeños trucos del oficio, y que se ha procurado, sin consejos, su propia educación, se convierte en un poderoso maestro a su manera, y ha guardado, de su primitiva ingenuidad, sólo aquello que resulta necesario adherir a sus ricas facultades, de una agudeza -por lo demás- inesperada. Cuando se halla frente a uno de sus ensayos de juventud, lo desgarra o lo abrasa con una vergüenza por demás divertida.
Durante diez años deseé conocer a M.G, que es, por naturaleza, un viajero y a la vez que cosmopolita. Sabía yo que había estado ligado, por mucho tiempo, a un periódico ilustrado de Inglaterra que publicaba sus grabados de acuerdo con sus bocetos de viaje (España, Turquía, Crimea). Pude ver entonces un conjunto considerable de aquellos dibujos improvisados en el mismo sitio, y pude leer, de este modo, un minucioso reporte diario de la campiña de Crimea, de sobra preferibles a todos los otros. El mismo periódico había publicado -siempre sin firma- numerosos trabajos del mismo autor vinculados con los nuevos ballets y óperas. Cuando finalmente lo encontré caí en la cuenta que, antes que nada, no había estado mediando, precisamente, con un artista, sino con un hombre de sociedad. Entendamos aquí, se los ruego, la palabra artista en una sentido muy restringido, y la palabra hombre de sociedad con un alcance más amplio. Hombre de sociedad, es decir hombre del mundo entero, hombre que comprende el mundo y las razones misteriosas y legítimas de todos sus usos: artista, es decir especialista, hombre ligado a su gama de recursos como el siervo a la gleba. M.G desprecia ser llamado artista. No tenía acaso algo de razón? Está interesado por el mundo entero; quiere saber, comprender, apreciar todo aquello que sucede en la superficie de nuestra esfera. El artista vive muy poco, o casi nada, en medio del territorio moral y político. Aquellos que viven en el quartier Bréda ignoran lo que sucede en los suburbios de Saint-Germain. Fuera de dos o tres excepciones que resulta inútil referir, la mayor parte de los artistas son, y estará bien decirlo, brutos muy toscos, pura maquinación, inteligencias pueblerinas, cerebros de aldea. Su conversación, inevitablemente reducida a un pequeño círculo, rápidamente se torna intolerable al hombre de sociedad, al ciudadano espiritual del universo.
De este modo, para ingresar a la comprensión de M.G debemos tomar nota inmediatamente de esto: la curiosidad puede considerarse como punto de partida de su genialidad.
Recordemos un cuadro (en verdad, se trata de un cuadro!) escrito por la más poderosa pluma de este tiempo, y que lleva por título L’homme des foules? Detrás de la vidriera de un café, un convaleciente, contemplando la multitud con placer, se mezcla, en pensamiento, con todos los otros pensamientos que se agitan a su alrededor. Recientemente vuelto de las sombras de la muerte, aspira con delicia todos los gérmenes y emanaciones de la vida; como estuvo a punto de olvidarlo todo, recuerda y quiere, ardorosamente, recordarlo todo. Finalmente, se precipita a través de la multitud a la búsqueda de un desconocido cuya fisonomía, en un abrir y cerrar de ojos, lo ha fascinado. La curiosidad se vuelve una pasión fatal, irresistible!
Supongan un artista que estaría, siempre, en un estado de convalecencia espiritual, y ustedes tienen la llave del carácter de M.G.
Sin embargo, la convalecencia se asemeja a un retorno a la infancia. El convaleciente se contenta con el grado más alto. Como el niño, posee la facultad de interesarse vivamente en la cosas, aún en las aparentemente más triviales. Remontémonos, si resulta posible, a través de un esfuerzo retrospectivo de la imaginación, hacia nuestra juventud, hacia nuestras impresiones matinales, y seremos capaces de reconocer que tienen una muy particular similitud con las impresiones, tan vivamente coloreadas, que recibimos más tarde, luego de una enfermedad física, con tal que esta enfermedad mantenga intactas nuestras facultades espirituales. El niño no ve sino innovación; está siempre ebrio. Nada más parecido a eso que llamamos inspiración que la alegría con la que el niño aprehende la forma y el color. Me tomaré la libertad de ir más allá; afirmo que la inspiración tiene alguna clase de analogía con la congestión, y que todo pensamiento sublime está acompañado de una oscilación nerviosa, más o menos intensa, que reverbera hasta el cerebelo. El hombre de genio tiene nervios sólidos; el niño, débiles. En uno, la razón ocupa un lugar considerable; en el otro, la sensibilidad lo ocupa casi todo. Pero la genialidad no es más que la infancia encontrada a voluntad, dotada, de momento, de modo que pueda ser expresada a través de cuerpos viriles y del espíritu analítico que le permite ordenar una suma de materiales involuntariamente acumulada. Es a través de esta curiosidad profunda y feliz que debemos atribuir a la mirada fija y animalmente estática de los niños delante de lo nuevo, sea como fuere, rostro o paisaje, luz, dorure, colores, telas tornasoladas, encantamiento de la belleza iluminado por el pequeño lienzo. Un día, uno de mis amigos me confiaba que, siendo pequeño, y al observar a su padre bañándose, contemplaba con delicioso estupor los músculos de los brazos, la degradación de los colores de la piel, pálida y amarilla, y el azulado tejido de las venas. El cuadro de la vida externa ya lo llenaba, apoderándose de su cerebro. Ya la forma lo obsesionaba y lo poseía. La predestinación se manifestaba precozmente. La condena estaba sellada. ¿Debo decir que este niño es hoy un pintor célebre?
Les solicitaría consideren, en todo momento, a M.G. como un eterno convaleciente; y para completar nuestra comprensión, concíbanlo también como un hombre - niño, por un hombre poseedor a cada minuto del genio de la infancia, es decir, un genio para el cual ningún aspecto de la vida está desgastado.
Ya he dicho que me rehúso a la idea de llamarlo puramente un artista, y que él mismo se defendía de ese título con una equilibrada modestia hecha de pudor aristocrático. Yo lo llamaría dandy, para lo que tendría algunas buenas razones; pues la palabra dandy implica una quintaesencia de carácter y una inteligencia sutil de todo el mecanismo moral de este mundo; pero por otra parte, el dandy aspira a la insensibilidad, y es por ello que M.G, dominado por una pasión insaciable, la de ver y sentir, se desprende violentamente del dandismo. Amaban amare, decía San Agustín. "Amo apasionadamente la pasión", diría M.G. El dandy está hastiado, o se jacta de estarlo, por política o razón de casta. M.G. siente horror por la gente hastiada. Posee el arte tan difícil (los espíritus refinados me comprenderán) de ser sincero sin ser ridículo. Yo le atribuiría el nombre de filósofo a quien tiene derecho a más de un título, si su amor excesivo por las cosas visibles, tangibles, condensadas al estado plástico, no le inspiraran cierta repugnancia por aquellas que forman el reino impalpable de la metafísica. Reduzcámoslo a la condición de puro moralista pintoresco, como La Bruyère.
La masa es su dominio, como el aire lo es para el pájaro, como el agua al pez. Su pasión y profesión consiste en esposar a la masa. Para el perfecto ocioso, para el observador apasionado, es un inmenso gozo instalarse en el número, en lo variable, en el movimiento, en lo fugitivo y lo infinito. Estar fuera de casa y sin embargo sentirse en casa en todas partes; ver el mundo, estar en el centro del mundo y permanecer escondido, tales son algunos de los meros placeres de esos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente. El observador es un príncipe que goza del incógnito en todas partes. El amante de la vida hace del mundo su familia, como el amante del sexo débil compone su familia con todas las cosas bellas encontradas, factibles de encontrar o imposibles de encontrar como el amante de la pintura vive en una sociedad encantada por sueños pintados en la tela. De ese modo el enamorado de la vida universal entra en la masa como en un inmenso depósito de electricidad. Se puede así compararlo con un espejo tan grande como la masa, con un caleidoscopio dotado de conciencia que, en cada movimiento, representa la vida múltiple y la gracia animada de todos los elementos de la vida. Es un yo insaciable de un no-yo que a cada instante lo vuelve y lo expresa en imágenes más vivas que la vida misma, siempre inestable y fugitiva. "Todo hombre, decía un día M.G. en una de sus conversaciones que ilumina con una mirada intensa y gesto evocador, todo hombre que no está agobiado por una de estas penas de naturaleza demasiado positiva para no absorber todas sus facultades, y que se aburre en el seno de la multitud, es un tonto! un tonto! y yo lo desprecio!".
Cuando M.G se despierta, abre los ojos y ve el sol ruidoso golpeando los cristales de las ventanas, se dice con remordimiento, con pena, "Qué orden imperioso! ¡Qué fanfarria de luz! ¡Desde hace varias horas, luz por todos lados! luz perdida por mi descanso" ¡Qué de cosas resplandecientes que podría haber visto y no vi!" ¡Y parte! Y mira correr el río de la vitalidad, tan majestuoso y brillante. Él admira la eterna belleza y la sorprendente armonía de la vida en las capitales, armonía tan providencialmente mantenida en el tumulto de la libertad humana. Contempla los paisajes de la gran ciudad, paisajes de piedra acariciados por la bruma o golpeados por las bofetadas del sol. Disfruta de bellos equipajes, de fieles caballos, de la limpieza deslumbrante de los grooms, de la soltura de los valets, del andar ondulante de las mujeres, de los niños bellos, felices de vivir y de estar bien vestidos, en una palabra, de la vida universal. Si una moda, un corte de ropa fue ligeramente transformado, si los nudos de la cintas, los bucles fueron destronados por las cocardas, si el bavolet se hizo más largo, o el moño baja un punto más por encima de la nuca, si la cintura fue elevada y la pollera ampliada den por sentado que, desde una distancia enorme, su ojo de águila ya lo advirtió. Un regimiento pasa, va posiblemente al fin del mundo, lanzando en el aire de los bulevares sus fanfarrias animosas y livianas como la esperanza, y he aquí que M.G. ya ha visto, inspeccionado, analizado las armas, el garbo y la fisonomía de esa tropa. Arreos, centelleos, música, miradas decididas, bigotes espesos y serios, todo ello entra confusamente en él. Y en algunos minutos, el poema que resulte de ello, será virtualmente compuesto. Y su alma pasa a vivir con el alma de ese regimiento que marcha como un animal solitario, fiel imagen del gozo en la obediencia. Pero la tarde llegó. Es la hora extraña y dudosa en que las cortinas del cielo se cierran, en que las ciudades se encienden. El gas mancha el púrpura del poniente. Honestos o deshonestos, razonables o locos, los hombres se dicen: "¡Al fin terminó la jornada!" Los sabios y los rufianes piensan en el placer, y cada uno corre al lugar elegido para beber la copa del olvido. M.G. será el último en todas partes donde pueda resplandecer la luz, resonar la poesía, [...] la vida, vibrar la música, en todos los lados donde una pasión pueda dejarse retratar, donde el hombre natural y el hombre convencional se muestren en una extraña belleza, donde el sol ilumine los placeres urgentes del animal depravado. "He aquí, desde luego, un día bien empleado", se dice cierto lector que todos hemos conocido, "cada uno de nosotros posee suficiente genio para ocuparlo de la misma manera". ¡No!, pocos hombres están dotados de la facultad de ver, y aún menos, del poder de expresar. Ahora, a la hora en que los demás duermen, éste se halla apoyado sobre la mesa, lanzando en una hoja de papel, la misma mirada que fijó sobre las cosas hace un instante, empeñando su lápiz, su pluma, su pincel, haciendo saltar el agua del vaso al techo, secando su pluma en su camisa, impaciente, violento, activo, como temiendo que las imágenes se le escapen, provocador, aunque solo, arrollándose a sí mismo.
Y las cosas renacen en el papel, naturales y más que naturales, bellas y más que bellas, singulares y dotadas de una vida entusiasta como el alma del autor. Lo fantasmagórico fue extraído de la naturaleza. Todos los materiales que obstruyeron la memoria se clasifican, se acomodan, se armonizan y sufren esa idealización forzada, resultado de una percepción infantil, es decir, una percepción aguda, ¡mágica a fuerza de ingenuidad!
Charles Baudelaire
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