domingo, 20 de septiembre de 2015

Historia de una casa

Vivo en esta casa desde hace diez años pero mi sueño era vivir en la misma casa durante toda la vida porque había leído a Flaubert y quería ser como él. Flaubert admiraba a unos habitantes apasionados que ocupaban la misma vivienda desde el nacimiento hasta la muerte, cuando el habitante moría quemaban la casa con todas las pertenencias del difunto, no se vendía ni se regalaba nada. Yo quería ser como esa gente y Flaubert también pero la vida se encargó de que no se hiciera realidad mi sueño. El único sueño que realicé fue el de quemar mi biblioteca personal tres veces cuando vivía en la primera casa, aquí no puedo soñar con eso porque no tengo terraza y además, como ya crecí y trabajo, tengo muchos libros y ahora no me estorban ni los miro con odio como en esa época de confusión. Ahora lo veo todo mucho más claro. A medida que pasa el tiempo compro más libros y voy con menos frecuencia a la biblioteca pública. Cosas de la edad, supongo. En esa época, cuando vivía en la otra casa, entre los quince y los treinta años, cuando era una joven furiosa y apasionada, tenía crisis como las de Baudelaire, que odiaba las bibliotecas personales por miedo a convertirse en un gran intelectual o en un comprador compulsivo de libros. A Baudelaire le gustaba leer en la biblioteca pública, a mí también. No sé si quemaba libros o si se los regalaba a sus mejores amigos pero a mí sí me encantaba hacer eso, me siento orgullosa de haber incendiado varias veces los libros que más quería.
Diez años han bastado para que ahora desee cambiar de vivienda de nuevo. Ahora sueño con un apartamento muy pequeño para concentrar mejor las ideas y para morir ahí, quiero crear el espacio perfecto para morir, una muerte a lo Rilke en un espacio digno de mi sensibilidad exacerbada. Quiero menos luz, madera, calidez, no quiero escaleras dentro de la vivienda, quiero vivir en una torre, como Montaigne y no quiero volver a vivir acompañada porque las mujeres que escriben son muy diferentes a los hombres que escriben. Los hombres necesitan la presencia de una mujer para darse valor y las mujeres necesitan estar absolutamente solas, como monjas enclaustradas, para concentrarse plenamente en la tarea. Lo más probable es que la pobre Virginia Woolf no deseaba una habitación propia sino una casa propia y por eso terminó llenando los bolsillos del abrigo de piedras y caminando hasta dejarse arrastrar por las olas del lago que quedaba cerca de su casa.
La fusión que quiero crear en la nueva vivienda es una mezcla explosiva entre los sueños realizados por tres grandes mujeres que amaban la soledad y que no eran unas pobres viejas brutas: Marguerite Duras (la borracha), Emily Dickinson (la mujer que hablaba con las hadas) y la Venerable Madre Sor María de Jesús de Ágreda (monja bilocada). No quiero ese nuevo espacio para beber como una puta depresiva, para contactar entes ni para aconsejar a ningún rey sino para escribir de forma diferente. Cuando llegué a esta casa dejé de ser la gran intelectual que escribía en la primera casa, esa casa era perfecta para escribir ensayos argumentativos de veinte páginas. En estos días he estado pensando en la gran intelectual que era yo en ese tiempo con una mesa gigante, apuntes pegados en las paredes y una gran fichero que se constituía en una Gran Memoria (en esa época no había internet, ni siquiera Word).

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