lunes, 11 de septiembre de 2017

No quiero creer en la envidia

Mi vida ha sido demasiado sencilla y austera como para turbar a nadie.
Emily Dickinson
Mi vida como lectora empezó de forma compulsiva en la biblioteca Luis Ángel Arango, más exactamente en la hemeroteca. No sé por qué empecé por ahí pero mis libros favoritos del comienzo fueron los diccionarios y las colecciones de frases célebres, los llamados aforismos. Empecé mi vida leyendo frases célebres y durante muchos años, antes de internet, cuando todavía escribía en la máquina Brother, dedicaba horas enteras de mis nada emocionantes días de la infancia y la juventud a copiarlas, organizarlas, aprendérmelas de memoria y convertirlas en carne y sangre con el propósito de ser la humana soñada para ser contemplada por mí misma, desde mi interior, sin grandes pretensiones, sin la intención de ser reverenciada por nadie. Ni siquiera por mí misma.
Mis frases favoritas estaban relacionadas con los vicios y las virtudes y entonces leía sobre la verdad y la mentira, la zalamería, el odio, el rencor y el olvido. Había una palabra que me fastidiaba mucho y me ha fastidiado siempre: envidia. Desde niña leía sobre ese tema con incredulidad, me costaba mucho trabajo creer que un ser humano pudiera envidiar a otro porque siempre vi ese sentimiento como algo bajo, me parecía más elaborado el amor, el odio, el desprecio o la zalamería y soñaba con ser digna de admiración, de odio o de desprecio pero nunca de envidia. Soñaba con construir una vida un poco gris ante la mirada de los demás: una persona sin grandes sueños ni aspiraciones, una mujer que no se mueve mucho ni se relaciona con mucha gente, una persona que no aspira a la fama, el poder, el dinero o los premios. Pensaba desde muy joven que la vida consiste en ir por ahí sin mucho peso, sin hacer mucho ruido y sin muchas responsabilidades porque no vale la pena y pensaba también: en la medida en que me vea como el ser más insignificante ante la mirada ajena porque sus deseos no son mis deseos podré vivir una vida más tranquila y creo que lo he logrado.
No me gusta pensar ni pronunciar la palabra envidia porque me parece una palabra baja, una palabra indigna por ser demasiado humana y pasional, lo que llaman un bajo instinto.

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