sábado, 12 de noviembre de 2016

Las horas

Sólo el cielo sabe por qué lo amamos tanto. (La señora Dalloway)
Quería escribir sobre todo, sobre la vida que tenemos y las vidas que hubiéramos podido tener. Quería escribir sobre todas las formas posibles de morir. (La señora Dalloway)
La sorprende como la sorprendería un objeto raro y extraordinario, una obra de arte; por la sencilla razón de que sigue siendo, a través del tiempo, pura y simplemente él mismo. (La señora Dalloway)
Cuando vio este nuevo libro sobre su mesa de noche, apilado sobre el que había terminado la noche anterior, estiró la mano automáticamente, como si leer fuera la primera y única tarea evidente del día, la única forma viable de negociar el tránsito del sueño al deber. (La señora Brown)
Leonard, el brillante e incansable Leonard, que se niega a distinguir entre un retraso y la catástrofe; que venera el éxito sobre cualquier cosa y que resulta insoportable para los demás porque cree genuinamente que puede arrancar de raíz y reformar todas las manifestaciones de la irresponsabilidad y de la mediocridad humanas. (La señora Woolf)
Los hombres puede preciarse de escribir honesta y apasionadamente sobre los movimientos de las naciones; pueden pensar que la guerra y la búsqueda de Dios son los únicos temas de la gran literatura; pero si la posición de los hombres en el mundo tambaleara por un sombrero mal escogido, la literatura inglesa cambiaría dramáticamente. (La señora Woolf)
No tengo tiempo de describir mis planes, Debería decir muchas cosas sobre las horas y mi descubrimiento; cómo excavo hermosas grutas detrás de mis personajes; creo que eso plasma exactamente lo que quiero; humanidad, humor, hondura. La idea es que las grutas conecten entre sí, y cada una sale a la luz del día en el momento presente. (Virginia Woolf)
Piensa que Clarissa Dalloway se matará por algo que en la superficie no parece gran cosa. Su fiesta será un fracaso, o su esposo se negará una vez más a admitir algún logro en relación con ella misma o con su hogar. El truco estará en transmitir intacta la diminuta pero real desesperación de Clarissa; en convencer al lector sin lugar a dudas de que para ella las derrotas domésticas son tan devastadoras como las batallas perdidas por un general. (La señora Woolf)
Estas dos muchachas crecerán hasta llegar a la edad madura y después a la vejez, y se marchitarán o se hincharán; los cementerios donde serán enterradas eventualmente se volverán ruinas donde la hierba crecerá salvaje y los perros merodearán de noche; y cuando no quede nada más de estas muchachas que unas cuantas calzas perdidas bajo tierra, la mujer en el remolque, ya sea que se trate de Meryl Streep o de Vanessa Redgrave o incluso de Susan Sarandon, aún será conocida. Existirá en archivos, en libros; se guardarán las grabaciones de su voz en otros objetos preciosos y venerados. (La señora Dalloway)
Sí, piensa Clarissa, es hora de que el día termine. Damos fiestas; abandonamos a nuestras familias para irnos a vivir solos a Canadá; luchamos por escribir libros que no cambian el mundo a pesar de nuestros talentos y de nuestros generosos esfuerzos, de nuestras extravagantes expectativas. vivimos nuestras vidas, hacemos lo que sea que hagamos, y después dormimos -es así de fácil y ordinario. Unos cuantos saltan por una ventana o se ahogan o toman pastillas; muchos más mueren por accidente; y la mayoría de nosotros, la gran mayoría, somos devorados lentamente por alguna enfermedad, o si somos afortunados, por el tiempo mismo. No nos queda más que este consuelo: una hora aquí y allá en la que nuestras vidas se abren en una explosión, contra todas las posibilidades y todas las expectativas y nos ofrecen todo lo que jamás imaginamos, aunque todos excepto los niños (y quizás ellos también) saben que a estas horas inevitablemente seguirán otras más oscuras y más difíciles. Y sin embargo, amamos la ciudad, la mañana, más que nada, tenemos la esperanza de más. (La señora Dalloway)
No comer es un vicio, una especie de droga: con el estómago vacío se siente limpia y veloz, con la cabeza despejada, lista para la pelea. Toma un sorbo de café, baja la taza, estira los brazos. Levantarse a lo que parece ser un buen día, prepararse para trabajar pero no embarcarse todavía, resulta una de las experiencias más singulares. En este momento las posibilidades son infinitas, tiene muchas horas por delante. Su mente canturrea. Es posible que esta mañana logre atravesar el ofuscamiento, las tuberías atascadas, y llegar al oro. Lo siente en su interior, un segundo yo prácticamente indescriptible, o más bien un yo paralelo, más puro. Si fuera religiosa, lo llamaría el alma. Es más que la suma del intelecto y de sus emociones, más que la suma de sus experiencias, aunque corre por las tres como venas de metal brillante. Es una facultad interior que reconoce los misterios que animan el mundo porque está hecha de la misma sustancia y cuando es muy afortunada es capaz de escribir directamente a través de esa facultad. La satisfacción más profunda que conoce es escribir en ese estado, pero su capacidad de hacerlo viene y se va sin previo aviso. A veces levanta la pluma y la sigue con su mano mientras se mueve por el papel; a veces levanta la pluma y descubre que es sólo ella, una mujer con una bata de estar en casa y una pluma en la mano, temerosa e incierta, apenas competente, sin ninguna idea de dónde empezar o qué escribir. (La señora Woolf)
Las Horas. Michael Cunningham. Bogotá: Norma. 2000. 281 páginas.

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