viernes, 27 de noviembre de 2015

Me estaba haciendo demasiado mayor para disfrutar de aquello

Lovecraft es un hombre lúcido, inteligente y sincero.  Al cumplir los dieciocho años se abate sobre él una especie de terror letárgico, cuyo origen conoce a la perfección. En una carta de 1920, habla mucho de su infancia.  Su pequeña línea férrea, con los vagones hechos de cajas de embalaje… La cochera, donde había instalado su teatro de marionetas. Y más adelante su jardín, cuyos planos había trazado él mismo, cuyas avenidas había delimitado. Regado por un sistema de canales que había cavado con sus propias manos, el jardín se escalonaba en torno a un pequeño césped, con un reloj de sol en el centro. Ése fue, dijo, “el reino de mi adolescencia”.
Luego viene un pasaje, que concluye la carta: “Entonces me di cuenta de que me estaba haciendo demasiado mayor para disfrutar de aquello.  El despiadado tiempo había dejado caer sobre mí su garra feroz, y tenía diecisiete años. Los chicos mayores no juegan en casas de juguetes y falsos jardines; lleno de tristeza, tuve que cederle mi mundo a un chico más joven que vivía al otro lado del terreno. Y desde entonces no he vuelto a cavar la tierra, ni a trazar senderos o caminos; para mí,  esas operaciones están asociadas a demasiadas añoranzas, porque no podemos recuperar jamás la alegría fugitiva de la infancia. La edad adulta es el infierno”.
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