viernes, 7 de agosto de 2015

Cándido pero no huevón

Lo que más he despreciado en mi vida ha sido a los profesores. Cuando éramos niños mi papá tenía un amigo que era dueño de un colegio, un profesor comprometido con la causa. Nosotros nos reíamos en su cara y cuando pasaba por el frente de nuestra casa nos escondíamos y con voces solemnes decíamos ¡Profesor! Cuando el Maestro volteaba a mirar con la ilusión de ver a sus discípulos o admiradores nosotros lo mirábamos muertos de la risa desde nuestros escondites y crecimos convencidos de que era un idiota.
De la primaria no recuerdo nada, así de desmotivada estaría.
En bachillerato quería renunciar y hacerme autodidacta como Estanislao Zuleta porque veía a mis profesores como los más mediocres y los más ignorantes. Mi hermana no me dejó.
En el pregrado tuve que relacionarme con los bobos más convencidos que he conocido en mi triste vida académica y en la maestría tuve el placer de conocer al anciano que nos gritó en medio del bullicio: ¡Soy cándido pero no huevón!
La maestría fue lo que reivindicó mi vida, fue allá donde sentí que estudiar valía la pena, que los viejos pueden llegar a constituirse en una fina materia para divertir a la gente joven; también supe que aunque algunos profesores viejos  pueden llegar a ser la gente más ridícula del mundo otros lo hacen sentir a uno ante ellos como ante los verdaderos maestros. Forjadores del carácter y verdaderos lectores e intérpretes.
Allá conocí a las dos mujeres más admirables que recuerdo en mi vida de estudiante. Mujeres viejas, firmes, fuertes, exigentes, de las que humillan a los estudiantes y los hacen temblar de miedo y, como era de esperarse, yo era la niña mimada de ese par de mujeres porque mi furia, mi carácter, mi inteligencia y mi erudición eran tan evidentes que las dos cayeron rendidas ante mí. Cuando un profesor descubre a su discípulo es como cuando una joven inocente descubre al amor de su vida, es una situación parecida pero a nivel intelectual.
La más vieja me decía que tenía madera y me miraba como diciéndome que podría llegar a superarla. Esa profesora, a la que llamaban Doña o Doctora temblando del miedo, ya está muerta. Es una verdadera lástima que sólo haya conocido en la vida a una persona como ella.
Con la otra profesora nos reíamos a carcajadas de Ricardo Cano Gaviria, ella fue la directora de mi trabajo de grado. Sigue viva y espero que siga siendo el terror de las nuevas generaciones. Es un portento de mujer, elegante como un andamio y con voz y mirada de trueno.
Gracias a ese par de furias pensé que podría llegar a ser divertido convertirme en el futuro en una venerable anciana que inspira una mezcla de miedo, admiración y reverencia. Si llego a la vejez me gustaría ser un poco como ellas.
Los profesores -entre los que se encontraba Cándido- nos ofrecían espectáculos de otro nivel:
El poeta que todos dábamos por muerto tenía una voz tan muerta que nadie entendía lo que decía. Nadie supo nunca qué era lo que decía el poeta porque su voz no llegaba a nuestros oídos, pero nosotros estábamos orgullosos porque el maestro no estaba muerto sino vivo y además era nuestro profesor. Con eso nos bastaba.
El otro poeta no era tan viejo pero no tenía nada que decir. Lo único memorable es recordar el día en que no sabíamos por qué motivo terminó comprando vino para todo el curso, pidió música culta, se pasó de la medida en el alcohol y en medio de la borrachera despreció la música elegante y después de decir borracho y desconsolado ¡Cambien esa mierda! sólo pudo controlarse cuando trajeron un radio y encontraron lo que él pedía a gritos: La cariñosa. Esa música era la que le gustaba de verdad al poeta, el alcohol lo reconcilió con su gusto.
El otro profesor viejo se dormía en la clase y nosotros lo contemplábamos en silencio, se despertaba cuando comenzaba a roncar.
Y estaba Cándido. Cándido era un profesor encantador, todavía atractivo y elegante a pesar de la edad. Sabía mucho, como dicen los estudiantes, pero estaba un poco sordo y parece que la sordera le hacía creer que nosotros nos reíamos de él a sus espaldas. Un día cualquiera nos olvidamos de que Cándido esperaba que nosotros nos sentáramos y dejáramos de hablar, nunca supimos qué fue lo que enfureció al profesor que admirábamos tanto, el hecho es que nos calló a todos con un grito, Cándido dijo con toda la fuerza que conservaba en sus pulmones: ¡Soy cándido pero no huevón! Nosotros nos callamos y nos sentamos, claro, la clase debía comenzar, pero reímos como locos durante meses recordando la reacción del venerable anciano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario