sábado, 27 de agosto de 2016

¿Quién es Lucas Ospina?

He leído ocho veces la columna escrita por Piedad Bonnett titulada “Historia de un oprobio” y entre más la leo más me asombro porque no es ficción, es algo que le ocurrió a ella, una escritora colombiana que además fue profesora de la Universidad de los Andes durante treinta y dos años, un acto vil perpetrado por otro intelectual colombiano: Lucas Ospina, también profesor de esa Universidad. El estudiante egresado del Gimnasio Campestre es un caso perdido como ser humano, sin duda será el futuro empresario exitoso, el ministro o el senador de renombre. Así funciona Colombia.
El  profesor, intelectual y crítico Lucas Ospina representa muy mal a su gremio, especialmente a los profesores de la Universidad de los Andes. ¿Esa es la Educación de Calidad por la que pagan más de seis millones de pesos cada semestre esos pobres estudiantes? ¿Cuál es la función de los profesores universitarios en la formación de valores aunque sus discípulos ya hayan pasado por la educación básica? ¿Qué tipo de educación se da en el Gimnasio Campestre?  ¿Por qué las directivas de la Universidad de los Andes consideran caso cerrado la queja de Piedad Bonnett y le respondieron después de ocho meses? ¿Por qué la mayoría de los Grandes Intelectuales Colombianos callan ante este hecho tan lamentable? ¿Esa es la tan anhelada paz?
La historia:
Piedad Bonnett es la madre de un joven que fue profesor del Gimnasio Campestre durante dos años; uno de sus alumnos estudia ahora en la Universidad de los Andes  y su profesor es Lucas Ospina, un intelectual y crítico de arte que, además, dirigió el trabajo de grado de Daniel Segura Bonnett, hijo de Piedad Bonnett. Daniel Segura Bonnett se suicidó y ese hecho conmocionó tanto a la madre que escribió un libro titulado Lo que no tiene nombre.  El egresado del Gimnasio Campestre elaboró un trabajo académico que en resumidas cuentas es una burla infame a Daniel Segura Bonnett y el profesor Lucas Ospina lo compartió con Piedad Bonnett. Ella envió una queja a la Universidad de los Andes y el único medio que tuvo para hacerse oír fue su columna en El Espectador, las directivas de la Universidad de los Andes no consideraron relevante su queja y le respondieron después de ocho meses. Al profesor le hicieron un llamado de atención leve y la vida segirá su rumbo como si nada hubiera sucedido.
Me cuentan que lo que la escritora narra en la columna es poco comparado con la historia completa. Ojalá algún pudiera llegar a conocerla.
Esta es la columna:
En enero de este año un profesor de arte de la Universidad de los Andes, quien también funge de crítico y escribe en una reconocida revista nacional, me reenvió un trabajo —“agridulce”, según él— en el que un alumno suyo recordaba a mi hijo Daniel, quien fue su profesor en el Gimnasio Campestre. Dice el estudiante que mi hijo “sufrió la mala fortuna de enseñar en un colegio masculino teniendo una voz algo afeminada. Cada clase, sin falta, se la montábamos y nos reíamos en su cara. Parecía que él no se lo tomaba personal, pero para poder dictar su clase nos tenía que gritar o amenazar con jodernos disciplinariamente”. Años después, cuando se enteraron de su suicidio, dice: “yo sólo podía pensar en un evento cómico”. Según él, mi hijo enfureció, tomó a uno de los muchachos del cuello “y le metió la cabeza debajo de un pupitre repitiéndole en un tono amenazante, pero pasivo, que si no paraba la jodedera no lo iba a soltar”. Pero ellos siguieron riéndose, sobre todo de su cara roja, “probablemente muy similar a la cara roja que vieron quienes pasaban por la calle cuando Daniel se votó (sic) desde su apartamento y dejó pintado el piso de sangre”. La conclusión del estudiante es triunfante: “la cosa fue que nosotros todavía teníamos tiempo para vivir, nosotros no decidimos quitarnos la vida, así que decidimos reír otro rato”.
Después de limpiarme las lágrimas, y mientras recordaba la bella voz de mi hijo, envié al rector de los Andes, sitio donde trabajé 32 años, una carta donde me quejaba de la falta de empatía —ese sentimiento que nos hace humanos solidarios— de un profesor que tiene en sus manos la formación de jóvenes, y me preguntaba por la razón de enviarle este mensaje a la madre de un muchacho muerto. “¿Acaso informarle, por si no lo sabe, que su hijo sufrió de burlas e irrespeto por parte de sus alumnos, para los que trabajó con dedicación y afecto durante dos años? ¿Hacerle cambiar de opinión sobre la condición serena y respetuosa de Daniel, mostrándole que tuvo una reacción violenta? ¿O tal vez hacerle recrear la imagen de su cara contra el pavimento, por si no la tiene?” Y preguntaba: ¿Estaba el profesor autorizado por el estudiante a hacerme llegar ese trabajo? ¿qué evaluaba este? ¿La actitud cínica e inhumana del joven estudiante le valió algún comentario negativo de su maestro? La Universidad de los Andes, cuyo Consejo Superior asegura “tener la responsabilidad social de sancionar y rechazar toda forma de amenaza, acoso, matoneo, maltrato, discriminación…” duró ocho meses sin darme una respuesta formal. Esta semana, después de muchas presiones, me informaron que un Comité que estudió el caso lo declaró cerrado, después de invitar al profesor “a hacer una reflexión sobre el límite que existe entre lo que él considera público y la sensibilidad de las personas”. Razón tiene el analista extranjero que escribió hace poco que lo que le pasó a este país es que perdió su capacidad de escandalizarse. Qué tristeza.
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