viernes, 24 de julio de 2015

La casa de las bellas durmientes, o bien, la tristeza de la sexualidad masculina

Vargas Llosa y García Márquez están convencidos de que probablemente La casa de las bellas durmientes es la mejor obra de Yasunari Kawabata y un lector dócil dirá sin dudarlo: sí, claro, tiene que ser cierto, puesto que lo dicen dos grandes lectores que además son premio nobel de literatura.
Yo no necesito decir que es una gran obra porque lo dicen ?los grandes? sino porque lo sé. Cuando la leí la primera vez -es un libro hermoso que se lee en una tarde- quedé maravillada con la historia, es una historia única, no sé si parte de hechos reales, si en Japón existen este tipo de diversiones para abuelos tristes, pero está tan bien narrada que de ser cierto que los ancianos sufren con este tipo de placeres, lo más probable es que la experiencia de los contempladores de hermosas mujeres vírgenes dormidas y complacientes no es tan hermosa y tan triste como se le presenta al lector a través de las palabras. Aquí la ficción tiene que superar la realidad.
Y por eso es gran literatura, porque no es una colección de chismes estúpidos -como los que estamos acostumbrados a leer en la infamia llamada Literatura Colombiana- sino que es la sucesión de frases perfectamente enlazadas que nos cortan el aliento porque se ven muy bien una después de la otra. Esa historia es el tipo de historia que nunca se olvida aunque hayamos leído muchos libros. Las mujeres dormidas y los recuerdos de los hombres mientras las contemplan nos hacen sentir como si estuviéramos ahí, con ellos, con esos pobres ancianos conscientes de su decadencia, humillados ante la belleza desnuda de niñas dormidas que provocan en ellos sentimientos y sensaciones relacionados con su sexualidad, con la idea que tienen de las mujeres y de los recuerdos que de ellas conservan. Es, por sobre todas las cosas, un encuentro -que se convierte en vicio- con su propia miseria, con el deseo de morir mientras duermen al lado de esas jóvenes que no saben quién es el abuelo de turno que las contempla, las desea y no las puede complacer porque están más cerca de la muerte que de la vida.
La obra original no tiene nada que ver con la traducción en español. La idea que tenemos de Japón, de los rituales de té, de la sensualidad de las mujeres japonesas, de la forma en que los hombres conciben la vida, el amor, la sexualidad y la mujer nos es casi totalmente ajena, pero es seguro que cualquier lector con una pizca de sensibilidad queda hechizado ante las imágenes que pasan por la mente de los viejos tristes que contemplan y yo como mujer siento pena por los hombres -por todos los hombres- mientras leo este libro porque sospecho que esas sensaciones ante el cuerpo y la sexualidad de las mujeres es universal mientras que las mujeres no nos desvivimos por el cuerpo ni por el placer de los hombres porque sus armas de seducción son menos contundentes que las nuestras y porque la experiencia sexual puede tener varios sentidos para las mujeres mientras que para los hombres el sexo es el sexo y el cuerpo de la mujer parece perturbarlos en demasía y, como lo dice el autor, estas sensaciones no tienen que ver necesariamente con las formas, los movimientos y la edad de la mujer, con su bondad, su inteligencia o su alegría sino que cada mujer es la misma mujer y cada una lo perturba de forma diferente.

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