sábado, 25 de julio de 2015

La diva de Transmilenio

He conocido a varias personas a través de Twitter y con todas coincidimos en algo: la mayoría de la gente -los millones de humanos que caminan por ahí- no tienen una cuenta en esa página y no se mueren por estar ahí sino que viven en el mundo real. Los tuiteros son personas con tiempo libre, gente a la que le gusta leer y escribir frases que no trascienden más allá del teclado, una gran masa de desconocidos luchando por hacerse relevantes.
Cuando logran cierto reconocimiento descubren que su fama no va más allá de Twitter, cuando caminan por la calle, trabajan y se desplazan por la ciudad comprenden que son un humano más, nadie se fija en ellos, nadie sabe que tienen una cuenta en Twitter y un número determinado de seguidores, amigos influyentes, favs y retuits. No existen.
Consciente de este hecho camino tranquila por ahí, como un perro sin amo, me visto de cualquier forma y voy a cualquier sitio porque soy una persona común.
A veces me sorprendo ante la sorpresa de alguien que me pregunta si soy la misma señora que tiene una cuenta en Twitter. Hay quien sonríe con dulzura, hay quien se asusta, hay quien se ríe en mi cara, hay quien se estrella contra un muro, hay quien sonríe con sonrisa nerviosa, hay quien me da la mano temblando de miedo, hay quien crea una imagen distorsionada de mí en su mente. Me sigue, lo sigo, me pide que nos veamos algún día y compartamos un café.
Casi siempre acepto para que se convenzan de que soy la persona más común del mundo, una persona que tiene un trabajo normal, una vida normal, una señora que vive en un barrio popular, se transporta en servicio público y no habla como un libro sino como una persona común. Me esfuerzo para que el hecho de leer, de escribir y de trabajar como profesora no interfiera en mi forma de comunicarme con la gente porque no soporto esas poses.
Ayer ocurrió algo entre grotesco y divertido: un tuitero compartía bus conmigo y decidió hacerme un pequeño estudio mientras llegaba a mi destino. Lo más seguro es que me vio, me reconoció, pensó en mí como en una especie de estrella y decidió tomarme tres fotos desde diferentes ángulos para presentarlas luego como el gran hallazgo, como si se hubiera cruzado por casualidad o de forma premeditada conmigo, con la idea que ha creado en su mente de mí a partir de lo que lee aquí y en mi cuenta de Twitter. Es el tuitero que ha llegado más lejos y es imposible saber si me admira, me odia o me persigue con fines que sólo él conoce. Se trata de uno de los millones de personajes anónimos de la red que hablan fuerte pero sin nombre ni rostro propio.
El fotógrafo improvisado presentó las imágenes con la intención de desmitificar a la “diva”, es probable que, como muchas personas, tenga una idea distorsionada de mí y mientras me veía sentada en la silla de un bus como cualquier pobre ser humano, mientras miraba el teléfono como cualquier ciudadano de bien, pensara que ganaría cierto reconocimiento porque me sorprendió, porque revelaría elementos no reconocidos de mi vida privada que acabarán con la idea que he tratado de recrear a través de la escritura.
La pregunta de hoy es simple:
¿Por qué hay gente así?
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